El sacerdote
se levanta a las cuatro de la mañana cuando tiene que dar misa
temprano, toma un café y disfruta de un momento de paz mientras sus
hijos duermen en habitaciones llenas de animales de peluche, muñecas de Sesame Street y cuadros de santos. Después se despide de su esposa con un beso y se encamina en auto, por calles desiertas, a su parroquia.
En el universo católico, sacudido por debates sobre el celibato de los curas desde Brasil hasta el Vaticano, Joshua Whitfield es lo que él describe como una anomalía: un sacerdote católico casado.
La iglesia católica romana exige celibato a sus miembros desde la Edad Media, describiéndolo como un “regalo espiritual”
que permite a los hombres dedicarse plenamente a la iglesia. Pero la
crisis derivada de la escasez de sacerdotes a nivel mundial hizo que
sectores liberales de la iglesia empezasen a decir que había llegado la
hora de reconsiderar la postura ante el celibato.
El miércoles, el papa Francisco
dio un paso a un costado y difundió un documento muy esperado sobre el
tema en el que evitó toda mención de las recomendaciones de obispos
latinoamericanos que creen que es necesario ordenar individuos casados
en la Amazonía, donde los fieles pasan meses sin ver a un cura.