Por la ciudad de Zaporiyia, con cerca de 700.000 habitantes, han pasado
en los últimos meses 250.000 personas que salían del frente. Unas
150.000 siguen en la ciudad en refugios, hoteles o casas particulares
que les albergarán hasta que decidan volver, quedarse, o irse hacia el
oeste.
Marina y Olena llevan dos días en el refugio que una organización ha
montado en los sótanos de una enorme fábrica que funciona a medio gas.
Ahora tienen acceso a una cama, luz eléctrica, comida, internet, agua y otras necesidades básicas que no podían cubrir en Mariúpol,
una ciudad devastada en la que vivían bajo tierra, excepto cuando
salían a recoger agua o comida de alguna tienda de alimentación
abandonada.
Llegaron de Mariúpol el mismo día que Naciones Unidas
logró sacar de la planta de Azovstal a un centenar de personas (algunas
de las cuales se quedaron en territorio ocupado), pero ellas no vinieron
con los autobuses de Naciones Unidas sino con su coche particular.
“Había mucha gente que quería salir, pero no había autobuses para los
que queríamos ir a Ucrania, solo se podía ir a la parte rusa, y las
evacuaciones que se anunciaban nunca llegaban”, lamenta Olena.
Al final emprendieron el viaje por su cuenta: les costó 24 horas un
recorrido de unos 240 kilómetros, porque tuvieron que hacer noche en
Bezimenne, en uno de los puntos de control rusos. Iban seis en un coche:
Olena con su hijo y Marina, su marido y sus dos niños.
No les gusta el refugio porque aquí también están bajo tierra pero están
aliviadas de haber dejado el infierno atrás. “En Zaporiyia suenan las
alarmas antiaéreas pero no hay bombas. En Mariúpol no
hay sirenas, solo bombas. La gente se ha acostumbrado a las bombas, sabe
distinguir si va a caer una o lo que se oye es un avión”, explica Olena
Hibert con gesto serio pero calmado.
Cuando un misil destruyó parcialmente su casa, se bajó a vivir con los
vecinos al aparcamiento del edificio. Cuenta que eran allí unos
doscientos, mucha gente porque su complejo residencial era “bellísimo” y
tenía dos bloques y nueve plantas.
LA BÚSQUEDA DE AGUA Y COMIDA, UN RIESGO PARA LA VIDA
Salían a la superficie a veces, por ejemplo para buscar agua en las
canalizaciones que había en la ciudad. A veces la comida la conseguían,
confiesa, entrando a las tiendas que estaban abandonadas porque habían
sido destruidas. Había cadáveres dentro.
“Así murió un joven que estaba con nosotros en el refugio. Salió a
conseguir agua y ya nunca regresó”, cuenta a EFE Olena. Por supuesto que
en el garaje no tenían tampoco electricidad. No sabe lo que pasó en el
resto de la ciudad pero en su barrio se fue el 2 de marzo y ya nunca
volvió. Idearon un sistema para cocinar: hacían fuego en la superficie y
turnos para utilizarlo.
IRSE PARA NUNCA VOLVER
Olena, que tiene otro hijo viviendo en Kiev, cree que cuando dejó Mariúpol
el pasado 2 de mayo lo hizo para nunca volver. “No es Ucrania ya, me
gustaría que lo pueda volver a ser, pero creo que es difícil y yo no voy
a volver a Rusia”.
Dice que no desea lo que ella pasó ni a su mayor enemigo, a ningún soldado ruso, ni siquiera a Putin. “Mariúpol
era una ciudad rica y preciosa, lo tenía todo, todo lo que yo
necesitaba para ser feliz, y el mar tierno... En mi vida pensé que
pudiera pasar algo así”, lamenta.
EL IMPULSO DE HUIR, MEJOR CUANTO MÁS LEJOS
Tampoco su amiga Marina piensa en regresar. De hecho, ella quiere huir
cuanto antes y más lejos mejor. “Tengo unos amigos en Irlanda y me
gustaría vivir allí pero no me puedo ir sin mi marido”, dice en
referencia a que los hombres entre 18 y 65 años no pueden salir del
país.
En el centro de refugiados le han pedido que se quede
unos días antes de salir hacia el Oeste, que descanse y tenga sus
necesidades básicas cubiertas pero ella dice que en Zaporiyia no tiene
nada que hacer. Ella era contable y le gustaría trabajar, dice a EFE muy
nerviosa mientras sus hijos de 2 y 4 años corretean junto a ella.
La directora del refugio, Kateryna Chernova, explica que el impulso de correr lo tienen buena parte de los refugiados
que llegan a su centro, que de hecho está concebido como un espacio
temporal en el que quedarse entre dos y diez días, aunque hay quien se
queda más como Mijail, de 52 años.
También es de Mariúpol y no sabe adónde ir. De momento
tiene que esperar a que su madre, de 82 años, salga del hospital de
Zaporiyia donde está ingresada. “Mi hija y mi mujer se fueron a Polonia
pero yo no puedo salir del país. No sé lo que haremos, de momento no me
planteo otra cosa que quedarme aquí”, dice a EFE. Él salió de su querida
Mariúpol el 21 de abril.
EL MARIÚPOL DEL FUTURO: ¿RUSIA O UCRANIA?
Ninguno de los tres volverá a la tierra que les vio nacer si Ucrania no
recupera el territorio, pero son conscientes de que muchos en casa no
ven las cosas así. En el centro de refugiados donde
viven hay una señora de unos 60 años que, aseguran, es prorrusa. No
saben por qué acabó aquí, y ella rehúsa contar su historia a
periodistas.
“Están imbuidos por la propaganda. Creen que es Zelenski quien bombardea Mariúpol.
Creen que los rusos vendrán y que serán muy buenos para la gente porque
es lo que leen en los papeles que reciben del Gobierno de Donestk”,
lamenta a EFE Marina.
Tanto ella como Olena han perdido relación con amigos por esa división
de opiniones. “Y mucho peor, es mejor no hablar con mi hermana, que vive
en Rusia, en Smolensk. No se cree que son los rusos quienes han
destruido mi casa”, explica esta mujer con una tristeza en la mirada que
no asomaba ni siquiera mientras describía cómo había vivido bajo
tierra.
No es mucho lo que tienen en el refugio de Zaporiyia pero es mucho más de lo que tenían. Y sobre todo, resume Marina, hay paz.
CREDITOS A DIARIO LIBRE
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