Por José Alejandro Vargas
Procurar una gestión impecable en la administración de los recursos y bienes públicos mediante la implementación de mecanismos efectivos de control, acorde con un Estado moderno, constituye el objetivo impostergable del fundamento de la democracia liberal; y en ello la transparencia se comporta como guardián vigilante para que los actos públicos se encarrilen por el sendero de la institucionalidad. Con encomiable certeza interpretativa ha dicho el Tribunal Constitucional que “como regla general las actividades que realizan las instituciones públicas deben cumplir con el requisito de transparencia y, en principio, los ciudadanos tienen derecho a conocer las mismas” (Sentencia TC/0001/19, de fecha 29 de marzo). En este mismo orden ha sostenido nuestra Alta Corte que los principios de acceso a la información, transparencia, eficacia y coordinación, “son extensivos a las administraciones locales y municipales” (Sentencia TC/0384/19).
Si retrotraemos las miradas hacia las sociedades antiguas, la griega y la romana, por ejemplo, podríamos advertir que estas dos naciones conferían particular relevancia a la toma pública de decisiones, en el foro o mediante consulta previa al pueblo, bajo diferentes formatos; sin embargo, en la actualidad ha operado un cambio de contexto, por cuanto se ha pasado de sociedades que trataron de evitar el secretismo en la toma de decisiones ̶ lo que, por otra parte, continúa siendo un esfuerzo social evidente ̶ a sociedades en las que se exige a las administraciones cumplir su deber de permitir el control social de la gestión pública en todas sus manifestaciones, desde la planeación a la realización, en todas sus fases.
En este sentido, comporta connotada preeminencia pública el deber de cualquier autoridad estatal, sin importar su nivel, ubicación o tipo de desempeño, de que en el cumplimiento de sus obligaciones promueva, respete y garantice los derechos fundamentales y los principios de actuación claramente definidos por las normas, sobre todo por la Constitución, que en su artículo 138 prescribe que: “La Administración Pública está sujeta en su actuación a los principios de eficacia, jerarquía, objetividad, igualdad, transparencia, economía, publicidad y coordinación, con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado”. Además, señala que “Los servicios públicos que preste el Estado, o los particulares, en las modalidades legales o contractuales, deben responder a los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria” (art. 147.2).
Asimismo, para asignar gasto público a cualquier actividad estatal se exige que su “planificación, programación, ejecución y evaluación” responda “a los principios de subsidiaridad y transparencia, así como a los criterios de eficiencia, prioridad y economía” (art. 238, constitucional). Estas realidades constitucionales suponen que el Estado desarrolla sus actividades y servicios procurando la satisfacción del interés colectivo (art. 147, constitucional) o “interés general”, de manera que debe favorecer la prevalencia de condiciones en las que los ciudadanos logren el desarrollo integral de sus potencialidades como ciudadanos orientados a perfeccionarse en un orden solidario, progresivo y pacífico, aunque en la consecución de estos objetivos el control social sobre la gestión pública constituye un instrumento indispensable.
En concordancia con las previsiones constitucionales, el diseño del “derecho fundamental a la buena administración” ha incluido varios y diferentes aspectos que, sin embargo, no pueden ser ejercidos sino en el contexto del deber estatal de fomentar y cumplir la transparencia, permitiendo el ejercicio de los derechos “a conocer las obligaciones y compromisos que se deriven de los servicios a cargo de la Administración pública” (Ley 107-13, art. 4.14); a informar y asesorar a los administrados en asuntos de interés general (art. 4.23); a conocer al responsable de la tramitación del procedimiento administrativo (art. 4.25); entre otros.
Otros dos desarrollos legales vinculados a la transparencia los constituyen la Ley General de Libre Acceso a la Información Pública, No. 200-04 y la Ley Orgánica de la Administración Pública, núm. 247-12. La primera prevé el derecho de acceso a la información gubernamental como “una de las fuentes de desarrollo y fortalecimiento de la democracia representativa en tanto permite a los ciudadanos analizar, juzgar y evaluar en forma completa los actos de sus representantes, y estimula la transparencia en los actos del Gobierno y de la Administración”; en tanto que la segunda, consigna el principio de transparencia como un derecho de información oportuna y veras sobre la actividad administrativa y los resultados de la gestión pública.
Es precisamente la transparencia lo que permite exigir a los funcionarios públicos el cumplimiento de deberes y responsabilidades en su rol de gestores de recursos públicos, control social que permite la mejora de los servicios públicos vía la eliminación de prácticas corruptas y la discrecionalidad en la toma de decisiones que afectan el interés general. En este aspecto el acceso a la información guarda intimidad con la transparencia exigible a las administraciones públicas, al punto de que el enfoque de uno remite necesariamente a la otra, quedando la transparencia como parte de una política pública orientada a permitir el acceso, la apertura y la visibilización gubernamental ante la ciudadanía.
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