Hoy, en América Latina conviven dos narrativas. Una sostiene la idea de que la región vive un nuevo giro a la izquierda, impulsado por los gobiernos de México (Andrés Manuel López Obrador), Argentina (Alberto Fernández), Bolivia (Luis Arce), Perú (Pedro Castillo), Honduras (Xiomara Castro), Chile (Gabriel Boric) y Colombia (Gustavo Petro), lista a la que se podría agregar Brasil si Lula da Silva ganara las elecciones el próximo octubre. La otra señala que, antes que el regreso de la izquierda al poder, lo que sucede es una reacción ante los oficialismos. Esta última mirada subraya que las oposiciones ganaron en las últimas 15 elecciones presidenciales en América Latina (el dato excluye a Venezuela y Nicaragua por sus contextos autoritarios y a los comicios de Bolivia en 2019, que no fueron procesados por el golpe de Estado a Evo Morales).
Más allá de ambas perspectivas, está claro que las dos tendencias mencionadas conviven, independientemente de las percepciones de uno y otro lado. Lo que resulta más interesante de analizar es el contexto en el que estas se desenvuelven. Más aún cuando todavía retumban los ecos de las protestas y de las movilizaciones callejeras que recorrieron el continente durante 2019: en Bolivia, por acusaciones de fraude electoral; en Chile, por la desigualdad social; en Ecuador, por la eliminación de los subsidios a los combustibles; en Honduras, por el narcotráfico; y en Perú, por casos de corrupción. De hecho, Ecuador acaba de vivir una fuerte movilización indígena que alcanzó ribetes de rebelión popular debido a la convergencia de actores heterogéneos aunados en la demanda de destitución presidencial.
El correlato de este desamparo ciudadano es la emergencia de la política de los outsiders, antisistema, antielite usualmente etiquetada —mal o bien— como populismo de derecha e izquierda, cuya lógica política es la de la polarización extrema que impide el reconocimiento del oponente como actor legítimo en la consecución de sus intereses. José Antonio Kast en Chile, Rodolfo Hernández en Colombia y Javier Milei en Argentina son algunos de esos ejemplos.
La desigualdad, la creciente concentración de la riqueza en manos de unos pocos, la pérdida de confianza en la clase dirigente son factores que amenazan la estabilidad política y social de todo el continente. Nos encontramos ante una sociedad fracturada entre los que más tienen y los que menos, y entre administradores y administrados.
Las desigualdades económicas se expresan en diferentes términos como: de género —ámbito en que los niveles de concientización y movilización son cada vez mayores—, de territorio —zonas bien conectadas y otras que han quedado en el olvido— o de cambio tecnológico —mejores preparados para la aceleración y aquellos que temen quedar aislados—. En definitiva, las distancias se ensanchan cada vez más entre las élites y las mayorías.
Esto tiene distintas consecuencias, entre ellas el deterioro de la vida humana y un deterioro más grande de la diferenciación social a nivel regional, a su vez de procesos de fortalecimiento del capital vinculado a la tecnología de la salud y a las tecnologías de información y comunicación, algo que tiene un salto mortal, porque cada vez reemplazan con más fuerzas a la forma de trabajo presencial.
Boric en Chile, Castillo en Perú, Lasso en Ecuador y Petro en Colombia cuentan con bancadas muy pequeñas en sus respectivos Congresos y necesitarán de mucha habilidad para lograr acuerdos que les permitan gobernar y hacer las reformas que pretenden. El desafío de los nuevos mandatarios será entonces convivir con otros partidos en Congresos sin mayorías y aprender (o no) a negociar para imponer su propia agenda.
Los protagonistas de esta nueva instancia tendrán, sin embargo, menos oportunidad y más límites para abrazarse al poder. La realidad los fuerza al pragmatismo; las naciones que ellos heredan están más fragmentadas, más desencantadas, más empobrecidas y en permanente estado de alerta, en parte gracias a las divisiones y desgobiernos que dejaron sus antecesores tanto de izquierda como de derecha. Esa atomización política condicionó sus triunfos y condicionará su gobernabilidad.
En síntesis, nos encontramos lejos de aquella hegemonía significativa del ciclo progresista que operó desde mediados de los años 2000 hasta mediados de la década de 2010, con periodizaciones diferentes según los países
Esto quedó demostrado ante el fracaso de IX Cumbre de las Américas desarrollada en Los Ángeles, pensada desde la gestión del presidente estadounidense Joseph Biden como el ámbito ideal para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe. Lejos de lograrlo, su resultado arrojó múltiples ausencias, discursos críticos y un fuerte cuestionamiento a la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Quizás sea el momento de ensayar una estrategia regional conjunta con México y con Brasil —siempre y cuando gane Lula— como principales socios articuladores, secundados por Argentina, Colombia y Chile de manera de reimpulsar el multipolarismo y ampliar los márgenes de autonomía que posibilite negociar conjuntamente con actores extrarregionales como los Estados Unidos, la Unión Europea y China.
La clave, radicará en la capacidad que muestren estos gobiernos para articular demandas de sectores excluidos, especialmente en sociedades cuya politización de la desigualdad y la demanda de protección social es mayor que en otros momentos. Incluso, de aquellos sectores que tuvieron movilidad social bajo el régimen de los gobiernos desarrollistas.
En la nueva sociedad, el eje del problema no está en los acuerdos con otros políticos, sino en la posibilidad de comprender a los ciudadanos comunes y dialogar con ellos.
La proyección colectiva de América Latina es una asignatura pendiente y hay mucho para hacer: a nivel de infraestructura —de fuerte impacto en las economías regionales— y de cooperación en salud, derechos humanos y migración; y también de articulación de la política exterior.
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