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Ley 33-18; Artículo 45: Una limitación a la libertad de asociación política

NACIONAL
La sociedad dominicana, en la última década, ha estado inmersa en un interesante proceso de definición y adecuación de instituciones, leyes, procedimientos y reglamentos que tienen que ver con el funcionamiento del Estado, de los diversos órganos que le son propio, y de los entes asociativos que desde la esfera de la sociedad civil, del espectro público y privado, ejercen un importante rol en la formación de la voluntad ciudadana y el fortalecimiento de la democracia.

El acontecimiento de mayor importancia en el sentido indicado, lo es la Reforma de la Constitución en el año 2010, la más amplia e inclusiva que se ha dado desde la proclamación de la República, en el 1844. A diferencia de las anteriores reformas, ésta fue precedida de debates en todo el territorio nacional. Sin estar al margen de la realidad política, no fue el resultado de un apremio coyuntural.
Impactó toda la estructura del Estado, tanto en su función como en su operatividad; redimensionó los derechos y las garantías ciudadanas; rediseñó el sistema electoral; constitucionalizó el derecho de asociación con fines políticos- partidistas; entre otros aportes significativos.

En el capítulo II de nuestra Constitución, trasciende la definición de la organización del Estado Dominicano; de forma unitaria, consagra la separación e independencia de los poderes públicos, y en su artículo 8 define como una de sus funciones esenciales, “(…) la protección efectiva de los derechos de la persona, el respeto de su dignidad y la obtención de los medios que le permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, en un marco de libertad individual y de justicia social, compatible con el orden público, el bienestar general y los derechos de todos y de todas”.

Precisamente, se consagra como uno de los derechos esenciales de la persona, el de asociarse con fines lícitos, conforme a las leyes existentes, ampliando este derecho a todas las actividades de la vida social y política de los ciudadanos, y obligando a los poderes públicos a garantizar su efectividad a través de los mecanismos de tutela y protección, constituyendo a estos poderes en sujetos obligados, o deudores de los mismos.

Llama la atención que con posterioridad a la Reforma Constitucional citada, se ha mantenido un encendido debate sobre los aspectos vinculados al Sistema Electoral y al Sistema Político; pues los cientistas sociales, destacan como “en las democracias jóvenes, que luchan por su consolidación o subsistencia, suele prevalecer la opinión de que las cuestiones relativas a los sistemas electorales no son importantes. La calidad democrática del sistema político vigente, dependería en mayor medida, de otras condiciones y factores… ”. En algunos casos se quejan de que algunos sectores sostienen “que sería más importante ocuparse de aquellos factores que debilitan la democracia, y que una reforma del sistema electoral no contribuiría en nada a mitigar los males del sistema democrático”.
El debate actual se centra en la recién promulgada Ley 33-18, de Partidos, Agrupaciones y Movimientos Políticos.

La misma es resultado de un esfuerzo loable, para regular el funcionamiento de éstos. Con posterioridad, habremos de dedicar tiempo para destacar las significativas virtudes y aportes a la democracia dominicana, que ella contiene.

Por la coyuntura actual, vamos a referirnos a la definición conceptual que hizo el legislador sobre estas instituciones, en el capítulo I de la Ley, y más adelante, el tratamiento dado en la misma a los procesos para selección de candidatos.

Los países que han insertado en su Constitución y en leyes adjetivas, legislaciones respecto de los sistemas electorales y de los sistemas políticos, se habían cuidado, inicialmente, de emitir conceptos sobre lo que consideran partidos, agrupaciones y movimientos políticos. Sin embargo, es cada vez más frecuente, al legislar sobre los partidos, establecer definiciones específicas. En nuestro caso, la Ley 33-18, los define como “asociaciones dotadas de personería jurídica e integradas por ciudadanos con propósitos y funciones de interés público que, de manera voluntaria y de conformidad con las disposiciones establecidas en la Constitución y las leyes, se organizan con el fin primordial de contribuir al fortalecimiento del régimen democrático constitucional, acceder a cargos de elección popular e influir legítimamente en la dirección del Estado en sus diferentes instancias, expresando la voluntad ciudadana, para servir al interés nacional y propiciar el bienestar colectivo y el desarrollo integral de la sociedad” .

Nuestros legisladores, correctamente, han entendido que los partidos políticos son organizaciones no estatales, que como bien establecen, por sus fines, son “de interés público”, es decir, “personas jurídicas de derecho privado”. En general, se admite que por lo menos tienen personería jurídica propia, sin que esto sea contrario a ser considerados entidades de interés público. Se les reconoce como mecanismos adecuados para la canalización de las distintas visiones, intereses e ideas de la ciudadanía .

Desde este punto de vista, muchos consideran la democracia actual, como una democracia de partidos, criterio éste sometido a duras críticas, por el papel cada vez más protagónico de las organizaciones de la sociedad civil no partidista, y de la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación y de las redes sociales en la política.
Con sobrada razón, se ha dedicado tiempo a establecer diferencia entre los partidos y el Estado, a no manejar esto como una simple “ficción jurídica”.

Obviamente, en algunos Estados, entre ellos la República de Cuba, es difícil establecer una separación entre el Estado y el Partido, ya que en su Constitución, lo definen como una fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado. En otros, como en la República Popular China, con un sistema de Partido Único, es el Partido quien impone la regulación; con cierta diferencia de forma, pero prácticamente igual que el caso cubano.

No es ocioso recordar que en nuestro ordenamiento constitucional, se establece que “la organización de partidos, agrupaciones y movimientos políticos es libre, con sujeción a los principios establecidos en esta Constitución”; y agrega: “Su conformación y funcionamiento deben sustentarse en el respeto a la democracia interna y a la transparencia, de conformidad con la ley” . Como se puede observar, los elementos comunes de la Constitución, la ley adjetiva y la doctrina política, son los siguientes: a) la asociación es libre y voluntaria, b) son asociaciones de ciudadanos con intereses comunes, c) su conformación y funcionamiento deben descansar en la democracia interna, d) poseen personería jurídica propia, y e) por sus fines, son entidades privadas de interés público.

La citada ley presenta un menú de modalidades para la escogencia de los candidatos a ser postulados a cargos de elección popular, y las identifica como: convención de delegados, de militantes, de dirigentes y encuestas; estableciendo que cualquier modalidad de éstas es válida para que los resultados de la misma permitan la inscripción de los electos en la Junta Electoral correspondiente.
En este mismo texto, consagra que “cada partido, agrupación y movimiento político tiene derecho a decidir la modalidad, método y tipo de registro de electores o padrón para la selección de candidatos y candidatas a cargo de elección popular” .

Desde el punto de vista regulatorio, y en el uso de las atribuciones que le confiere la Constitución de la República al Congreso Nacional, estas disposiciones se ajustan a la legalidad y al concepto moderno de los partidos. Sin embargo, donde sí hubo un desbordamiento de estas facultades, y prácticamente una violación al literal q del artículo 93 de la Carta Magna, fue al sustituir la militancia partidaria, e inmiscuirse en la vida interna de los partidos, definiendo por ellos, cuáles son los organismos competentes para decidir el tipo de registro de electores, y la modalidad y método a utilizar en la selección de sus candidatos. Tal como está establecido en el artículo 45, a que hacemos referencia en toda esta parte argumentativa: “Párrafo III.- El organismo competente en cada partido, agrupación y movimiento político de conformidad con la presente ley para decidir el tipo de registro de electores o el padrón a utilizar en el proceso de selección de candidatos o candidatas son los siguientes: Comité Central, Comisión Ejecutiva, Comisión Política, Comité Nacional o el equivalente a uno de éstos, de igual manera tiene facultad para decidir la modalidad y método a utilizar”.
Ya hemos visto que los partidos políticos se privilegian del derecho de asociación que les confiere la Constitución.

Hemos visto además, que estos ciudadanos libre y voluntariamente asociados, gozan del derecho de darse las normas estatutarias que consideren conveniente.
Los estatutos “se definen como el derecho objetivo que resulta de la acción por el partido de su derecho de autoorganización, sujeto diferenciado de sus miembros tomados uno por uno, que lo ejercita, principalmente al momento de su aprobación; el cual regula sus órganos, organización y funcionamiento (…) Este concepto incluye varias características, como ya se mencionó anteriormente, sin embargo (…) se utilizará el concepto que corresponde al conjunto de reglas del juego para determinar quién y cómo se ejerce el poder dentro del partido, y para evitar que las tendencias “naturales” a la oligarquización de los órganos rectores de los partidos consigan marginar el parecer de la mayoría para favorecer el interés de la minoría dirigente” .

Es de mayor preocupación, en consecuencia necesario advertirlo, la desnaturalización que implica el párrafo III, referente al artículo 45 de la Ley 33-18, pues está modificando los estatutos de las organizaciones políticas, conculcando así los derechos de sus miembros.
Por demás, aunque ofrece un menú de opciones para la escogencia de los candidatos a los cargos de elección popular, está facultando a las cúpulas dirigenciales de estos partidos, a variar si les conviene, el método que consta en sus estatutos, aprobados por los órganos partidarios legalmente establecidos, creando un privilegio en favor de estas cúpulas, y cercenando la democracia interna, y los derechos de participación de los miembros, en la definición o modificación de los mismos.

ºLa discusión de este punto no es de menor importancia, si en nuestro caso no hubiéramos definido a los partidos como instituciones privadas, es decir, como personas morales de un carácter especial, de interés público, pero personas morales al fin, esta disposición legislativa no fuera objeto de la presente reflexión. Pero habiendo definido éstos, la pregunta obligada es… ¿Debe el Estado influir en el funcionamiento de los partidos, siendo éstos entidades de derecho privado?; o ¿debe el Estado limitar su intervención al establecimiento por ley de los marcos regulatorios generales, que no afecten la funcionabilidad, es decir la vida interna, de los partidos, asegurando solo la prevalencia de la democracia interna como regla?; por demás, muy bien consignado en el texto constitucional citado anteriormente.

Al respecto, diversos tratadistas en la materia, sostienen la necesidad de que los partidos respeten los principios de convivencia democrática, que canalicen correctamente los ideales y voluntad de los ciudadanos, muy en especial de sus afiliados; que sus organismos de control y autocontrol, de regulación y funcionamiento, sean ajustados al ordenamiento jurídico de la sociedad en que se desarrollan.

Existe la preocupación en algunos de que “un exceso de control del Estado sobre los partidos supondría una pérdida de autonomía de éstos para tomar sus decisiones aun cuando fuera en nombre de los derechos de los afiliados…” .

En la obra que nos presenta el licenciado Nassef Perdomo, Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, a propósito del enfoque sobre el reconocimiento de los derechos de las personas morales, su autonomía, y las personas físicas, nos encontramos y reproducimos el siguiente texto: “Al iniciar el correspondiente análisis, la primera cuestión que debe quedar establecida es el reconocimiento a las personas jurídicas de la titularidad de ciertos derechos fundamentales que eran vinculados exclusivamente a la persona humana, tema que ha sido considerablemente aceptado en la actualidad, con respecto al cual la doctrina ha señalado que la “titularidad de los derechos fundamentales en la medida que lo permitan los términos de su reconocimiento y la naturaleza de su objeto, contenido o relaciones vitales a que se refieran, corresponde a sí mismo a las personas jurídicas y en su caso, a grupos y colectivos que no lo sean…” La doctrina internacional, y muy en particular la jurisprudencia española, tienen un criterio similar, pero más específico, al definido por el Tribunal Constitucional de la República Dominicana; como se puede comprobar en la siguiente afirmación: “Los partidos, como asociaciones que son, tienen libertad de autoorganizarse, lo que implica libertad para estructurarse y dotarse de normas de funcionamiento de manera autónoma, libertad que se manifiesta principalmente frente a la intervención del Estado. Pero al mismo nivel constitucional que el reconocimiento del derecho de asociación, se sitúa el límite del principio democrático, lo que plantea la cuestión de hasta donde una intervención pública cuya finalidad sea garantizar la democracia interna pueda resultar lesiva al derecho de autoorganización que es una faceta propia del derecho de asociación” .

En República Dominicana, con un sistema esencialmente bipartidista, y pocas veces tripartita, el electorado acostumbra a inclinar la balanza y otorgar todo el Poder a una sola formación política, o a un solo grupo de partidos, aliados o coaligados. Así ocurrió con el Partido Reformista, que controló por largo tiempo las funciones ejecutivas y legislativas; igual con el Partido Revolucionario Dominicano, que recibió de la población el derecho a encabezar ambos Poderes del Estado. Finalmente, igual comportamiento se ha dado con el actual partido de Gobierno: la población también le ha otorgado el derecho legal y legítimo de dirigir los poderes públicos.
Prevaliéndose de esta mayoría, el Partido Revolucionario Dominicano, para resolver sus problemas internos, aprobó la llamada Ley de Lemas, sin importar las consecuencias de la misma en todos los demás actores del sistema político.

El artículo insertado y objeto de este análisis no es más que la aplicación de una fórmula para favorecer a las facciones políticas que controlan las cúpulas dirigenciales, y con ello el Congreso de la República. Como en el pasado, sin importar las consecuencias que esta decisión pudiera tener en los demás partidos del sistema.

La preocupación que traemos a colación, tiene que ver con el peligro que pudiera representar para la democracia dominicana, que un partido político con mayoría congresual pueda incursionar en trastocar convenientemente, en afectar la vida de las personas morales, en este caso de los partidos políticos.

Si esto puede ocurrir arrebatándoles a los miembros, o afiliados de los partidos, el derecho de darse los estatutos que les son propios en el marco de la Constitución y las leyes, entonces podrá a voluntad, en cualquier momento, introducir cambios o modificaciones en la vida de cualquier persona moral, siempre que sea en beneficio de estas individualidades.

La gravedad del tema radica en que estamos dejando de lado los valores democráticos que nos caracterizan como sociedad. Poco importa la decisión que tome el Comité Político o el Comité Ejecutivo de los partidos autorizados legislativamente, para que desde sus cúpulas impongan sus particulares criterios. Lo que trasciende es, que desde un órgano del Estado, se pueda incidir y pautar la vida misma de las personas morales y de las instituciones políticas.

Giovanni Sartori, uno de los más destacados especialistas de la Ciencia Política, nos trae las siguientes reflexiones: “Lo que más me preocupa ahora es que la fabricación masiva de leyes acaba por poner en peligro el otro requisito fundamental del derecho: su certeza.

La certeza no consiste solo en una relación precisa de las leyes, ni en el derecho de que sean leyes escritas; es además la certeza de futuro de que las leyes serán duraderas. Duraderas, sin duda, en el sentido y hasta tal punto que un mandato legal es tal precisamente porque permite a los destinatarios de sus preceptos planificar el curso de su vida, conocer dónde están situadas las luces rojas y verdes”. Continúa afirmando: “Lo segundo que básicamente nos preocupa, es que una vez que estemos habituados al dominio de los legisladores el gubernaculum se libera vis-á-vis, la iurisdictio. Lo que implica la factibilidad de la supresión legal de la legalidad constitucional”.
 
FUENTE: LISTIN DIARIO

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